domingo, 20 de enero de 2008

Acatenango, o cómo llegar hasta arriba sin morir en el intento

Eran las 9.03 cuando estaba recogiendo el saco de dormir que había alquilado. Luis Pedro me llamó desde la ciudad diciéndome que estaría por Antigua en una hora.

Además del saco, barritas de cereales, pasta con tomate, galletas, zumos y unos cinco litros de agua. Quizás demasiada comida, pero nunca se sabe... y si nos perdíamos y tardaban una semana en encontrarnos? ;)

Los compañeros de aventura era un puñado de treintañeros (ups!) amigos de Luis Pedro: Juan Pablo, Rodrigo y Hugo... todos casados, con hijos y con una aventura de fin de semana por delante. El más experimentado, Juan Pablo, era de un grupo de alpinismo en sus años mozos... ya había subido unas tres veces el Acatenango, además de otros volcanes como el Agua, el Pacaya o el Ipala.
Nuestro objetivo era el Acatenango, con sus 3.976m es el tercer volcán más alto de Guatemala después del Tajumulco (4.250m) y el Tacaná (4.092m). La última erupción fue en 1972, aunque hoy bien nos hubiera venido que escupiera un poquito de calor.

Empezamos a subir a las 11.40 de la mañana por la cara norte del volcán, por un camino de tierra, cansino y polvoriento, entre campos de cultivo. El sol, que brillaba por encima de la ladera, nos servía por entonces de guía.

Abandonado el camino, pasamos a un sendero de tierra compacta que zigzagueaba entre las raíces de los árboles y la sombra de los helechos. Debíamos llevar ya un par de horas caminando y el esfuerzo empezaba a notarse. Alguna foto, un trago de agua o alguna planta extraña nos servían de excusa para hacer un alto en el camino.

Una flor que nos llamó la atención fue la "manita del diablo", no podría tener un nombre más acertado.
En un rellano del camino habían construido una zona de descanso con maderas del lugar para reponer fuerzas. A las 14.30, la pasta con tomate que me había preparado por la mañana me supo a gloria. Los frutos secos fueron también el combustible necesario para seguir la caminata.

Hasta entonces no nos habíamos cruzado más que a un grupo de cuatro "cuates" que subían más despacio. Juan Pablo nos había advertido que donde dejó el coche había unos doce o catorce coches más, así que en la cumbre podíamos encontrarnos con un grupo numeroso de aventureros...
La zona de los pajonales es de las más curiosas, marca la frontera entre el bosque tropical con lianas, musgo, helechos y humedad que habíamos pasado y la zona de bosque de conífera con matorrales que nos esperaba. Al parecer, una plaga de gorgojos está matando parte de ese pinar... El paisaje se volvía desalentador: árboles muertos a nuestro alrededor envueltos en una intensa neblina que se nos había echado encima.

El cambio de temperatura nos obligó a encasquetarnos gorros, guantes y sudaderas. Después de cuatro horas de camino, llevábamos la mitad de la distancia recorrida, pero la dificultad aumentaba a cada paso. El frío se unía a la humedad de la niebla, que se condensaba en las hojas de los pinos y provocaba una leve llovizna.

Hugo ya había dado repetidas muestras de exceso de equipaje: unas 50 libras.. no se aún calcular en libras, pero llegamos a la conclusión de que equivaldría a más de 20 kilos. ¿Qué llevaba? Comida para tres semanas. Su mujer se había encargado de cargar esa mochila con manía (cacahuetes), latas de fruta, latas de leche condensada y latas de atún (los envases más pesados son las latas...), además de un par tuppers con sandwiches, cuatro litros de gatorade, galletas, dulces, barritas de cereales y zumos. Ejem...

A cada rato parábamos para pasarnos una de las mochilas de Hugo para ayudarle con el peso, pero ya estaba pinchado... la espalda le molestaba y el corazón se le aceleraba apenas intentaba coger ritmo.

Los tres en cabeza llegamos como a las 16.45 a la zona de tierra suelta. La vegetación fue desapareciendo poco a poco, apenas unos matorrales que orilleaban el camino. Al dar un paso, la bota se deslizaba sin darte tiempo a subir con el otro pie... un paso adelante, medio paso atrás. Cansado, como cuando intentas subir a lo alto de una duna en la playa.

El primer pico, el Yepocapa, nos recibió con un fuerte viento... más aún que el que habíamos tenido en el último tramo. La niebla, el frío y el viento, tres enemigos imbatibles en el cuerpo a cuerpo. Pasamos por el campamento donde se habían refugiado ya algunos que habían decidido abandonar hasta la mañana siguiente.

Nos abrigamos aún más, localizamos las linternas y emprendimos nuestra ruta por la Horqueta, paso entre el Yepocapa y el Pico Mayor, a las 18.05. El sol hizo un intento tímido de calentar nuestro último tramo, apenas unos segundos para despedirse hasta hoy.

Aún nos quedaba hora y media de camino. La luna, que superaba ya su cuarto creciente, nos iluminó suficiente para continuar nuestros pasos sin miedo. Cansados, con frío, con falta de oxígeno por la elevada altitud... pero sin miedo.

A un lado un cráter menor pero de gran profundidad; al otro, las luces de la capital, de Antigua y la silueta del volcán Agua. A los lejos, el rojo impresionante de los ríos de lava del Pacaya. Todo un espectáculo, una recompensa más a tantas horas de esfuerzo.

El último tramo, antes de coronar el Acatenango por la izquierda, volvía a ser de tierra suelta. Un paso adelante, medio atrás. En la peor de las ocasiones, cuando el cansancio no te permitía clavar bien la bota, retrocedías aún más en vez de avanzar.

Hacia las siete y media de la tarde llegamos a la orilla del cráter. Bajamos enseguida para montar las tiendas antes de que bajara aún más la temperatura.

Los cinco nos metimos en una de las tiendas, el calor humano era más que necesario. Cena sin lujos, pero completa.. incluyendo varios trozos de pizza que la mujer de Hugo le había metido en su picnic-pack!

Juan Pablo, que hasta entonces y por su condición de líder no se había quejado más que de su maltrecha rodilla, sufrió una bajada de temperatura espectacular. Ni dos barras de 400 kilocalorías ni las bolsitas que generan calor -esas que la gente utiliza para después del esquí- fueron suficientes para que entrase en calor.


Finalizado el convite, comenzó la juerga. Cansados y rendidos, nos metimos en nuestros sacos acurrucados por los rugidos del cercano volcán de Fuego, activo y en alerta amarilla.


La noche, hasta las doce y media, fue bien. Sin embargo, un viento envalentonado empezó a remeter contra la tienda, las paredes chorreaban agua que se había condensado y recibías un desagradable bofetón húmedo en mitad del sueño. El agua bajaba por las paredes de la tienda como por un paraguas, empezamos a acumular charquitos y nos acomodábamos en las posturas más increíbles.



Al tercer bofetón, metí la cabeza en el saco como tortuga en su caparazón... y así me pasé la noche, hasta las cuatro de la mañana, cuando decidimos dejar de intentar dormir y preparar algo de comida caliente.


La idea era ver amanecer, pero la niebla nos había castigado a tener un día londinense, gris y húmedo.


Frijoles, chocolate a la taza y hasta una sopa de sobre... el menú del desayuno fue variado para compensar la cena frugal de la noche anterior. Yo engullí un sandwich de jamón y queso, con el untado de frijoles volteados típico del lugar.


A las seis salimos a dar una vuelta. El viento empujaba nubes con violencia por encima de nuestras cabezas. Al salir a la orilla suroeste del cráter, era complicado mantener la verticalidad. El viento amenazaba con embaucarte y hacerte partícipe de su vuelo ladera abajo entre peñascos. Por un momento, resguardados entre unas rocas, el cielo se despejó por completo: ahí estaba la recompensa... el volcán de Fuego en toda su inmensidad. Frente a frente, a doscientos metros por debajo de nuestro punto de referencia.


Si hubiéramos tenido suerte, podríamos haber disfrutado de las vistas de toda la cordillera volcánica de Guatemala: el Santa María, el Tajumulco, el San Pedro, el Atitlán... se hubiera divisado hasta el Océano Pacífico desde allá arriba. Una pena, habrá que regresar.


Al concluir el espectáculo, me di cuenta de mi estado: los pantalones de pana mojados, el jersey con pequeñas gotas congeladas, y los guantes chorreando. Era el momento de recoger las tiendas, montar las mochilas y subir a la cruz que marca el punto más alto de las orillas del cráter.


Congelado, con la cara cortada por el viento y con las gafas empapadas por la humedad de la niebla, llegué al punto más alto que jamás había alcanzado: 3.976m. Nada del otro jueves, pero toda una experiencia.


Iniciamos la bajada entre piedras y "resbaladeros" de arena que facilitaban el ritmo... ahora sí, con un paso, avanzábamos tres. Nos cruzamos con gente del lugar que se dedica a subir y bajar las mochilas de gringos o aventureros comodones que prefieren dejar a otros el trabajo duro.


No era el mismo camino que hicimos el día anterior, pero sí tenía las mismas características... pasamos de la tierra suelta al bosque de pinos muertos entre tinieblas, con llovizna y frío. Después de los pajonales pasamos al bosque húmedo con helechos, y más tarde al bosque tropical con lianas.


La temperatura nos devolvió la vida, el calor y el oxígeno nos ayudaron en la bajada... haciéndonos olvidar la aventura antártica que habíamos vivido ahí arriba.


Cansados pero satisfechos, sabiendo que había sido duro pero no difícil. Retomamos el camino a casa con barro en las botas, con todas las mochilas empapadas y con la ilusión de regresar otro día para poder disfrutar de un amanecer despejado.






AB



pd. la foto es de Luis Pedro, de la subida del año pasado...

3 comentarios:

JLB dijo...

Mira que bien! que aventuras! tu aprendte to esas cosas bien que si voy quiero ir al volcan!!!besitos Ryes

Anónimo dijo...

Jandro, me ha encantado la entrada, me has dado ganas de hacer algo parecido por la sierra madrileña. No será lo mismo, claro, pero tampoco estará mal. Por cierto, ¿y la foto de la boca del volcán?!

Wendy García Ortiz dijo...

Siempre me ha intrigado ese interés del ser humano por llegar a la cima y sufrir y sufrir y sufrir en el intento.
¡Qué buena crónica, por cierto!